Alguna vez… alguna vez giramos el cuello hacia
atrás no sin dolor, endurecido por el paso del tiempo mirando hacia delante.
¿Tendrán beneficios los girasoles que todo el tiempo van rotando para ver la
luz? Alguna vez nos preguntamos sobre lo que hicimos y cómo llegamos a donde
estamos parados. Sentimos el suelo, pasto, cemento, baldosa, grava, arena u
hojas bajo los pies; el sol, la luna y estrellas, una noche cerrada, un día
nublado, calmo, ventoso, con lluvia, húmedo, seco, con nieve… sentimos donde
estamos, montaña, playa, valle, desierto, prado… estamos. Puede ocurrir que no
sea el paisaje que esperábamos y lo contrario, podemos sorprendernos de haber
llegado ahí. También están las pisadas a nuestra espalda: a lo lejos se ve el
primer paisaje, chiquito, como una postal. Es como una postal, se ven sólo algunos
aspectos de lo que realmente era.
Miramos la imagen, la vista se pierde en ese
horizonte ancho y transversal del tiempo, ahí la magia y la verdad. ¿Es la
magia algo distinto que ignorar la verdad? Lo desconocido es misterio; frente a
él no somos más que ciegos buscando a tientas elementos para asirnos y
mantenernos en pie. El misterio son esas figuras chinescas en la pared de la
caverna. Y el tiempo… “las cosas tienen movimiento”: devienen. Acaso el río
nunca es el mismo como nosotros, el río nos desconoce y nosotros creemos
conocerlo. De ahí que el río sea sincero y nosotros no. La postal no abandona
su pretensión de realidad, se extiende y la extendemos (¿creemos en el punto in
extenso?) y la forzamos porque en definitiva era sólo eso y nada más: una
postal.
Miramos la imagen que descubre colores y
formas. Nosotros somos descubiertos por la imagen que irremediablemente nos
retrata y nos vemos. Si se observa con detenimiento, podemos ver nuestras
diferencias saltando a la vista. Somos iguales a lo que éramos y somos
absolutamente distintos: nos reconocemos, somos nosotros y nos desconocemos
porque éramos.
Miramos la imagen… al final era sólo una
postal.